Entrecastelos  
 
   

El barquito

 

   

Desde mi primera infancia veía la Ría desde mi casa, enfrente Ferrol y sus grandes astilleros, la ría llena de barquitos de vela pescando “zamburiñas” un bivalvo parecido a la vieira, más pequeño que este, pero con dos conchas iguales que por aquel entonces eran abundantísimas, hoy prácticamente han desaparecido, veía también los grandes barcos saliendo de la ría rumbo a otros mares, las botaduras de esos enormes buques que traían unas olas que  formaban un pequeño tsunami, ese pequeño mundo, para mí era todo el mundo y así mi afición por los barcos y el mar en general, se puede decir que casi es innata. Con esa destreza de la que presumo comencé a hacer barquitos de vela, cada vez más perfeccionados, me acercaba a la ribera, observaba los botes y a  aquellos intrépidos marineros que cargados de zamburiñas, regresaban a puerto y a su imagen y semejanza trataba de hacer algo parecido y así me salió aquel barquito del que tan orgulloso me sentía, pero el barquito no estaba completo sin su patrón y con maderas que aparecían  en la ribera hice un marinerito a la misma escala del bote, con su cabeza, tronco y extremidades al estilo de los modernos “madelman”,  encajado en el bote con su brazo sobre el timón, lo llevé a una charca cercana y allí hice mil pruebas hasta quedar convencido de que podía surcar toda la mar que yo conocía . Mi hermano, casi tres años menor que yo me acompañaba entusiasmado en aquellos juegos y convenimos ponerle un nombre al marinerito, le llamamos Francisquiño, en honor a nuestro héroe del momento, un vecino pescador que era el amo de la ría en cuanto a pesca se refería, además de simpático, y cariñoso con los niños. Se trataba de Francisco “O Piruco”, que en cuanto se abría la veda de la zamburiña cargaba su bote como ninguno, arrastrando su “endeño”  por el fondo marino, para izarlo luego con destreza y fuerza a bordo. Tenían que hacer luego muchos viajes con los clásicos “paxes” llenos del preciado molusco que,  supongo se vendía a precios irrisorios respecto al valor que alcanzaría en la actualidad en cualquier lonja.  Un sentido y merecido homenaje a su persona,  del que guardo un gratísimo recuerdo,  quiere ser también este relato.

Zamburiña

Zamburiña de la Ría de Ferrol


   Ambos  hermanos nos fuimos a un lugar llamado A Rampla, muy cerca de nuestra casa y en la que había una pequeña ensenada artificial cerrada con unas  enormes piedras de granito cuya altura superaba en tan solo unos centímetros la marea más alta y  que solo daba paso al resto del mar por una especie de puerta, al parecer aquella construcción perteneció a una antigua factoría de salazón de pescado. Nos dispusimos un enfrente del otro y así el barquito empujado por una ligera brisa iba de un lado a otro surcando los 10 o 12 metros  que nos separaban, jaleábamos a Francisquiño para que agarrado al timón condujera a buen puerto la pequeña nave,  para nosotros tenia vida aquel marinerito, para nosotros era el valiente que era capaz de cruzar por aquellas “enormes olitas” todo el mar que se le pusiera por delante. Para hacer más creíble nuestro juego le pusimos unas conchas y así pasamos un buen rato hasta que una racha de viento mas fuerte condujo directa a la pequeña nave hacia la salida de la ensenadita y  durante mucho trecho el pequeño bote navegaba saltando por encima de las olas ya algo más grandes, pero nuestro temor a que zozobrara nos tenía sobrecogidos. Asistíamos impotentes a  aquella peligrosa aventura que solo Francisquiño podía poner  fin de buenas maneras girando adecuadamente el timón  para ponerse a salvo él y su nave.
   Pero las olas cada vez eran más grandes y el viento empujaba la nave mar adentro hasta que una de las olas la hizo zozobrar.
  Mi hermano comenzó a llorar por Francisquiño y yo lo consolaba diciéndole que estaba agarrado al timón y que las olas lo volvería a traer a la orilla y así parecía ser, el barquito con la quilla hacia arriba, volvía hacia la orilla empujado por el oleaje, pero tampoco ya las tenía todas conmigo, esa esperanza de encontrar a Francisquiño como si de una persona que sabe respirar bajo la bolsa de aire que queda bajo la quilla, no era del todo segura para mí.
    Cuando por fin recogí el barquito en la orilla, Francisquiño no estaba debajo y una gran angustia se apoderó de mi, el sentimiento que tuve entonces fue la de haber  perdido un gran amigo y me acuerdo que las lágrimas asomaron a mis mejillas. No sé cuánto tiempo estuvimos esperando a que bajara la marea para haber si por la zona encontrábamos todavía al marinerito, pero lo cierto es que volvimos a casa cabizbajos,  muy tarde y sin importarnos  ya la reprimenda de nuestra madre porque el dolor más grande lo llevábamos con nosotros.
  Cada vez que volvía a la ribera, mis ojos buscaban a Francisquiño y es una curiosidad, pero adulto ya, cuando iba a buscar a mi padre que venía de pescar o yo a mi vez iba con su bote, nunca me faltaba una mirada  casi inconsciente hacia  la orilla por si encontraba a Francisquiño.

Xosé da Casilla